domingo, 24 de mayo de 2009

Naturaleza y carácter de la expansión espontánea de la Iglesia

I
Cuando de las impacientes instancias y exhortaciones que llenan las páginas de nuestros modernos periódicos misioneros nos volvemos a las páginas del Nuevo Testamento, nos asombra la diferencia de atmósfera. San Pablo nos exhorta repetidamente a sus iglesia a dar dinero para la propagación de la fe: le interesa mucho más explicarles qué es la fe, y cómo deben practicarla y mantenerla. Lo mismo se puede afirmar de San Pedro y San Juan, y de todos los escritores apostólicos. No parecen sentir necesidad alguna de repetir la gran comisión y de que era la instar a sus convertidos a hacer discípulos en todas las naciones. Lo que leemos en el Nuevo Testamento no es una ansiosa apelación a los cristianos para que difundan el Evangelio, sino una nota aquí y allá que sugiere como se estaba difundiendo: " las iglesias eran confirmadas en la fe, y aumentaban en número cada día ", 1 " en todo lugar vuestra fe en Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada "; 2 o como resultado de la persecución: " los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio ".3
Y no es ésta una nota peculiar de la época apostólica, una señal de la asombrosa inspiración y el poder de la predicación y el ejemplo apostólicos: durante siglos la Iglesia cristiana continuó expandiéndose por su propia gracia. inherente, y produjo una incesante provisión misioneros, sin ninguna exhortación directa.
Tampoco el resultado de la predicación de sus misioneros anónimos fue la creación de grupos sueltos de creyentes en ciudades y aldeas por todo el Imperio. Todos esos grupos eran iglesias cabalmente organizadas. La primera noticia que tenemos de la existencia de cristianos en algún lugar es el nombre de su obispo que aparece en la lista de asistentes a algún concilio. La expansión se producía ordenadamente: en el momento en que se hacían conversos en un lugar, se designaban ministros entre ellos: presbíteros obispos, u obispos, quienes a su vez organizaban en incorporaban a la unidad de la Iglesia visible a cualquier nuevo grupo de cristianos que se formara en su vecindad diciendo que el fruto de esa semilla aparecido aquí o allá. Lo cual, por cierto, es lo que debo hacer si mi propósito de persuadir en lo posible a mis lectores de que eviten sembrar una clase de semilla y siembren en cambio otra.

III

Tal vez debiera decir algo sobre el plan de este libro. En piso tratando de presentar la naturaleza de la fuerza que determina la expansión espontánea y los peligros de tratar de controlarla. Luego señalo algunos vacilantes intentos en nuestros días de reconocerla y darle su lugar. Después muestro las dificultades que nos impiden darle el lugar que le corresponde, los terribles temores que nos acosan, temores por nuestra doctrina, nuestras normas morales, nuestras ideas de la cristiandad civilizada, nuestra organización. Al hacer esto, sostengo que tales temores, aunque son reales y naturales, son equivocados, que las normas que tanto apreciamos no son nuestro Evangelio, y que el intento de mantenerlas mediante nuestro control es un método falso.
La expansión espontánea debe ser libre: no puede estar bajo control; y por consiguiente es totalmente vano decir, como oigo decir constantemente, que deseamos un ver una expansión espontánea, y sin embargo, debemos mantener nuestro control. Si queremos ver una expansión espontánea debemos establecer iglesias nativas libres de nuestro control. Yo les pediría a mis lectores que tuvieran siempre presente esta verdad fundamental y recordaran que cuando hablo de iglesias no estoy pensando en iglesias pseudo nacionales, nacionales sólo de nombre, sino en iglesias locales, como las fundadas por San Pablo, iglesias plenamente establecidas, con sus propios ministros. Si mis lectores no tienen esto presente, temo que interprete de forma totalmente equivocada aquellos capítulos que tratan de doctrinas y prácticas y organización, leyéndolos como si estuviera ocupándome de estas cuestiones en sí, cuando sólo tiene lugar en argumentación en relación con la expansión espontánea de la Iglesia. Finalmente, intentó sugerir una manera para salir de nuestra situación actual.
Así fue como:
70 años después de la fundación de la primera iglesia cristiana gentil en Antioquia de Sidia, Plinio escribía en los términos más fuertes acerca de la difusión del cristianismo por toda la remota Bitinia, una difusión que, en su concepto, ya amenazaba a la estabilidad de otros cultos en toda la provincia. Otros 70 años después, la controversia pascual revela la existencia de una federación de iglesias cristianas que se extendía desde Lyón hasta Edessa, con sede central establecida en Roma. Nuevamente, 70 años después, el emperador de Decio declaraba que prefería tener como rival en Roma otro emperador antes que un obispo cristiano. Y antes que hubieran transcurrido otros 70 años la cruz fue cosida sobre los de estandartes romanos.4

Esto es, pues, y lo que quiero decir con expansión espontánea. Aquella expansión que sigue a la actividad no organizada ni forzada de los miembros de la iglesia que individualmente explican a otros el Evangelio que han hallado para a sí mismos; la expansión que sigue a la y irresistible atracción que la Iglesia cristiana tiene para las personas que ven su vida ordenada, y son atraídas a ella por el deseo de descubrir el secreto de una vida que ellos instintivamente desean compartir; y también la expansión de la Iglesia por el agregado de nuevas iglesias.
No sé que les parecerá a otros, pero para mí esta expansión espontánea, no dirigida ni organizada, tiene un encanto que supera en mucho al de nuestras misiones modernas tan organizadas. Me encanta pensar que un cristiano al viajar por negocios, o huir de la persecución, podría predicar a Cristo, y como resultado de su predicación podría surgir una iglesia, sin que su labor fuera anunciada por las calles de Antioquia o Alejandría como encabezamiento de un pedido a los cristianos para que donaran fondos para establecer una escuela , o como texto de una exhortación a la iglesia de su ciudad natal para que enviara una misión , sin la cual los nuevos conversos, privados de dirección , inevitablemente debían alejarse de la fe. Sospecho, sin embargo, que no estoy solo en esta extraña preferencia , y que en muchos otros leen sus Biblias y hallan allí con alivio un bienvenido escape de nuestros pedidos materiales de fondos y de nuestros métodos de mover cielo y tierra para hacer un prosélito.
Pero la gente dice que tal alivio sólo es para los soñadores, que la época de esa expansión sencilla, ha pasado , que debemos vivir en nuestra época, y que nuestra época no es de esperar esa expansión espontánea; que una sociedad elaborada y altamente organizada debe emplear métodos elaborados y altamente organizados , y que de nada sirve suspirar ahora por una sencillez que mientras existió tuvo muchas fallas y defectos y que por atractiva que fuera, no puede ser nuestra. Desde luego, debo admitir que, si lo que se dice es cierto, si realmente es mejor que sean enviados misioneros rentados desde una oficina elaboradamente organizada ,y sostenidos por un departamento y dirigidos por personal superior desde una sede central, si es realmente cierto que nuestra complicada maquinaria es una gran mejora sobre la práctica antigua , y que para llevar el conocimiento de Cristo a todo el mundo, todo esto es en realidad mucho más eficaz que los métodos más sencillos de la edad apostólica, entonces debo reconocer que suspirar por una sencillez ineficiente es inútil, y peor que inútil.. Pero si nosotros agobiados por el peso de nuestras organizaciones, suspiramos por la espontánea libertad de la vida en la expansión es porque venos en ella algo divino, profundamente eficiente en su misma naturaleza, algo que alegremente recuperaríamos ,algo que la complicación de nuestra maquinaria moderna oscurece y ahoga y mata.
No debemos exagerar la eficiencia de nuestras misiones modernas altamente organizadas. En el año 1924-25 cuando la fuerza de 1.233 misioneros extranjeros, ayudados por 15.183 ayudantes nativos remunerados, y sostenida por 603.169 cristianos bautizados, estaba bajo la dirección de la más altamente organizada de nuestras sociedades misioneras (la Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana), el número de adultos bautizados en el año llegó a 31.329; esto el al 1,9 por cada obrero remunerado, suponiendo que los 603.000 cristianos bautizados no hicieran nada por difundir el Evangelio. Esto indudablemente es eficiente según nuestro concepto de la eficiencia; pero por cierto deja bastante que desear.
En Madagascar, todos los misioneros fueron expulsados de la isla por veinticinco años y se emprendió una severa persecución de los cristianos. “ Sin embargo “ , se nos dice , “al cabo de un cuarto de siglo de persecuciones los seguidores de Cristo se habían multiplicado por diez “ 5 Más tarde se permitió el retorno de los misioneros. Mr. Hawkins describe este período ( 1870 –95 ) como un período de gran desarrollo:

El personal de todas las misiones que trabajan en la isla aumentó enormemente, se edificaron iglesias por toda la provincia central de Imerina, la obra se extendió a otras partes de la isla, se establecieron centenares de escuelas y se fundó una escuela de teología para la preparación del ministerio nativo. En Tananarive, en los lugares donde los mártires cristianos habían dado sus vidas, se erigieron hermosas iglesias memoriales. Se inauguró una escuela normal y escuelas secundarias para varones y niñas, se estableció una misión médica, y se perfeccionó la organización de la iglesia nativa.6
¿Pero los seguidores de Cristo se multiplicaron 10 veces en aquellos 25 años o en los 25 años que siguieron a esa organización? Eso no se nos dice.

II

Si buscamos la causa que produce una rápida expansión cuando una nueva fe se apodera de hombres que se sienten capaces y libres para propagarla espontáneamente por su propia iniciativa, hallamos sus raíces en cierto instinto natural. Este instinto está admirablemente expresado en un dicho de Arquías de Tarento, citado por Cicerón:
Si un hombre ascendiera al cielo y viera la hermosa naturaleza del mundo y de las estrellas, su sentimiento de asombro, en sí mismo sumamente deleitable, perdería su dulzura si no tuviera a alguien a quién pudiera decírselo.7

Esta es la fuerza instintiva que impulsa a los hombres, aun a riesgo de su vida, a impartir a otros un gozo recién hallado: por eso es que es proverbialmente difícil guardar un secreto. No es sorprendente, pues, que cuando los cristianos están diseminados y se sienten solitarios ese anhelo de comunión exija una salida, especialmente cuando la esperanza del Evangelio y la experiencia de su poder es algo nuevo y maravilloso. Pero en los cristianos hay algo más que en este instinto natural. El Espíritu de Cristo es un Espíritu que ansía la salvación de los hombres y lucha por ella, y ese Espíritu mora en ellos. Ese Espíritu convierte el instinto natural en el anhelo de la salvación de otros, algo que es indudablemente divino de su origen y su carácter.

III

Donde este instinto de expresión, este divino anhelo de la salvación de otros tiene libre expresión, ejerce un poder sumamente extraordinario. Poder que sugiere vívidamente M. Taine en su History of the English Literature. Hablando de las causas que llevaron a la Reforma en Inglaterra, describe la forma en que el conocimiento de la “salvación” se difundió por todo el país:
Seúl á Seúl, quand il est sur de son voisin il lui parle, et quand un paysan de telle sorte a un paysan, un ouvrier á un ouvrier, vous sabes quel est l´effet.8

La expansión espontánea comienza con el esfuerzo del individuo cristiano por ayudar a su prójimo, cuando la experiencia común, las dificultades comunes, el trabajo común han unido primero a los dos. Es esa igualdad de comunidad y experiencia lo que hace que el uno entregue el mensaje en términos que el otro puede entender, y hace que el oyente enfoque el tema con simpatía y confianza –con simpatía, porque la experiencia común hace fácil y natural la aproximación; con confianza, porque el uno está acostumbrado a entender lo que el otro dice t espera entenderlo ahora.
Lo que produce convicción es el manifiesto desinterés del que habla. Habla de corazón porque está demasiado ansioso para poder dejar de hablar. Su tema se ha apoderado de él. Habla de lo que sabe, y lo sabe por experiencia. La verdad que imparte es su verdad. Conoce su fuerza. Habla casi tanto para aliviar su mente como para convertir a su oyente, y sin embargo, está tan ansioso por convertir a su oyente como por descargar su propia mente; porque su mente sólo puede ser aliviada compartiendo su nueva verdad, y su verdad no es compartida hasta que alguien no la ha recibido. Su oyente se da cuenta de esto. E inevitablemente es movido por esto. Antes de haber experimentado él mismo la verdad, ha compartido la experiencia del que le habla.
A todo esto se añade el misterioso poder de un secreto. La experiencia cristiana es siempre un secreto; y el que habla de ella a otro le hace un sutil cumplido cuando le confía el secreto de su vida. Pero cuando, como sucede a menudo en el campo misionero, ese secreto es un secreto peligroso, cuando el hablar descuidadamente puede atraer el castigo, la desgracia o la persecución, el que habla confía a su oyen los te la seguridad de su vida, o su libertad, o su propiedad; semejante confianza, obliga a prestar atención.
También sobre el que habla, el esfuerzo de expresar su verdad ejerce un profundo efecto. La expresión de su experiencia la intensifica, la renueva, la repite, la ilustra. Al hablar de ella vuelve a repetirla; al exponerla ante otro la expone delante suyo en una nueva lu. Adquiere un sentido más profundo de su realidad y poder y significado. Al hablar de ella se consagra el mismo la conducta y la vida que ella implica. Se proclama a sí mismo ligado por ella, y cada vez que su palabra produce efecto sobre otro, ese efecto reacciona sobre él mismo, haciéndolo asirse con más seguridad y fuerza de su verdad.
Pero esto ocurre solamente si su palabra es voluntaria y espontánea. Si un agente a sueldo este hecho afecta tanto al que habla como al que escucha. El que sabe, y sabe que el otro sabe, que esta empleando por una misión para hablar. No está entregando su mensaje porque no puede dejar de hacerlo. No esta hablando de Cristo porque solamente Cristo lo impele. La gente pregunta a nuestros agentes a sueldo: "¿ Cuánto le pagan a usted por este trabajo?" ¿ Y no deben responder? ¿ Y no destruye la respuesta el efecto en que hemos estado pensando?
Una de las grandes virtudes de la expedición espontánea, voluntaria, es que, en el esfuerzo por expresar a otro una verdad que el que habla ha hallado, éste no sólo renueva el pasado, sino que, especialmente en las primeras etapas, descubre su propia ignorancia sobre muchos aspectos de su verdad, y generalmente está ansioso por aprender e inquirir más para sí mismo. Busca diligentemente respuesta a las dificultades que se le presentan. No es un predicado autorizado y licenciado; no tiene que mantener una omnisciencia profesional; puede confesar, y confiesa, su ignorancia, y busca ayuda. Está obligado a pensar una y otra vez cuáles son las implicaciones de su verdad; tiene pocas respuestas hechas, estereotipadas. A medida que se progresa, indudablemente éstas tienden a multiplicarse, pero al principio no pueden multiplicarse sin mucha experiencia real. Así pues, la espontánea expresión voluntaria de la verdad experimentada fortalece y hace avanzar al que habla.

IV

No obstante, instintivamente en desconfiamos de ella. " Vosotros sabéis", dice M. Taine, dirigiéndose a sus lectores, "vosotros sabéis cuales se le efecto de esta conversación". Lo sabemos; pero la mayoría de nosotros lo saben más por un esfuerzo de la imaginación que por experiencia. Si M. Taine se hubiera dirigido nosotros diciendo: "Vosotros conocéis los resultados", ¿ no hubiéramos la mayoría de nosotros respondido con no menos seguridad: "Lo conocemos", y no se hubieran vuelto nuestras mentes inmediatamente al surgimiento de aquellas curiosas y peligrosas sectas anabaptistas y antinomianistas cuya de desenfrenadas fantasías pusieron a prueba la sabiduría y la paciencia de los hombres sobrios y sensible de sus días, y nuestra propia curiosidad y asombro. Cuando M. Taine dice:"Vosotros conocéis el efecto", también pensamos en hombres como Juan Bunyan. Si hubiera dicho: "Conocéis el resultado", podríamos haber pensado en ese difundido conocimiento de la Biblia, o ese temperamento sobrio, serio, o esa conducta de grave y ordenada, que ponen un sello indeleble para siempre en el carácter de nuestra nación; pero instintivamente pensamos primero en herejías, cismas, luchas de partidos y disputas, en la desenfrenada licencia de la interpretación individual. Si esto es cierto, es sólo una ilustración de nuestra actitud moderna hacia la expansión espontánea. Inmediatamente surge la pregunta de si ello es deseable en sí; y el pensamiento instintivo de nuestras mentes lo ha condenado de antemano como un método irracional de progreso religioso. Está claro que, aunque posee todas las ventajas de que he hablado, también abre la puerta a las manifestaciones desequilibradas de un entusiasmo desenfrenado; y hoy, nosotros estamos ciertamente inclinados a fijarnos más en las últimas que en las primeras. Esté hecho por sí solo basta para explicar su relativa ausencia en nuestras misiones.
Le tememos porque sentimos que es algo que no podemos controlar. Y eso es cierto. No podemos ni provocar ni controlar la expansión espontánea, ya sea que la miremos como la acción del individuo o de la Iglesia, simplemente porque es espontánea. "El viento de donde quiere sopla", dijo Cristo, y la actividad en espontánea es un movimiento del Espíritu en el individuo y en la Iglesia, y nosotros no podemos controlar al Espíritu.
Dado el celo espontáneo, podemos dirigirlo mediante la instrucción. Aquila pudo enseñarle a Apolos más perfectamente el camino de Dios. Pero enseñar no es controlar. La enseñanza puede ser rechazada, el control, si es control, no puede ser rechazado; la enseñanza conduce a la ampliación, el control a la restricción. Intentar controlar el celo espontáneo es, pues, intentar restringirlo; y el que restringe algo prefiere que sea poco y no mucho. Así, muchos de nuestros misioneros ven con buenos ojos el celo espontáneo, con tal que no sea demasiado para sus restricciones, así como un ingeniero que está modificando el curso de un río se alegra de que haya un poco de agua en sus canales, pero no quiere una creciente que podría arrastrar los diques. Tales misioneros oran por el viento del Espíritu, pero no por un viento arrolladoramente poderoso. Estoy escribiendo porque creo en un viento poderosamente arrollador, y deseo su presencia a costa de todas nuestras restricciones. Pero si esto es de lo que estamos hablando, es inútil imaginar que podamos controlarlo. Empecemos reconociendo que no podemos. Si hacemos esto, podemos escapar de la confusión creada por aquellos que dicen que tienen una expansión espontánea en sus misiones y se regocijan en ella; y, sin embargo, que sean también que son enviados a controlar y deben controlar.
Por expansión espontánea me refiero a algo que no podemos controlar. Y si no podemos controlar la, creo que debiéramos regocijarnos en que no podemos. Porque si no podemos controlar la es porque es demasiado grande para nosotros, no demasiado pequeña. Las grandes cosas de Dios están fuera de nuestro control. Esto da base para una gran esperanza. La expansión espontánea podría llegar a los continentes con el conocimiento de Cristo: nuestro control no puedes llegar tan lejos. Constantemente estamos lamentando nuestras limitaciones: puertas abiertas por las que no entramos; puertas que se nos cierran por ser misioneros extranjeros; campos blancos para la siega que no podamos cosechar. La expansión espontánea podría entrar por las puertas abiertas, forzar las cerradas, y luz segar esos campos maduro. Nuestro control no puede hacerlo: sólo podemos clamar angustiosamente por más hombres para mantener el control.
Siempre hay algo aterrador en el sentir de que estamos liberando una fuerza que no podemos controlar; y cuando pensamos de esta manera en la expansión espontánea, comenzamos instintivamente a tener miedo. Sea que consideremos nuestra doctrina, o nuestra civilización, o nuestras costumbres, o nuestra organización en relación con una expansión espontánea de la Iglesia, se apodera de nosotros el pánico, el terror de que la expansión espontánea pudiera llevar al desorden. Estamos muy dispuestos a hablar de iglesias de sostén propio, gobierno propio y propagación propia, en abstracto, como un ideal; pero en el momento en que pensamos en nosotros como instrumentos para establecimiento de iglesias que sean tales en el sentido bíblico, nos acomete el miedo, un miedo terrible, mortal. Supongamos que realmente se sostuvieran por sí mismas y no dependieran más de nuestro sostén, ¿ ve quedaríamos nosotros? Supongamos que realmente se propagaran por sí solas y no pudiéramos controlarlas, ¿ qué sucedería? Supongamos que realmente se gobernaran por sí mismas, ¿ cómo se gobernarían? Instintivamente pensamos que algo que no podemos controlar tiende al desorden.

V

El hecho de que en nuestras misiones veamos relativamente pocas señales de una fuerza tan potente y tan universal, es en sí mismo prueba suficiente de que en nuestro método de trabajo de haber alguna influencia restrictiva. El hecho de que tan a menudo atribuyamos la falta de celo misionero en la incapacidad de nuestros convertidos antes que a esa influencia restrictiva, es prueba suficiente de nuestras ceguera. El hecho de que a la vez que oramos por manifestaciones de celo de parte de nuestros convertidos, evitemos instintivamente dar los pasos que podrían llevar a su realización, es más lamentable que sorprendente. La fuerza es en realidad tan potente que resulta alarmante.
Este instinto que busca la expresión espontánea es tan poderoso que resulta alarmante, pero no es opuesto por la naturaleza a al orden. Es esencialmente un instinto social. El Islam se difundió en África, según dicen, principalmente mediante la actividad espontánea de sus conversos; pero esa expansión no fue desordenada, en el sentido de que se oponga al orden islámico. No olvide a los musulmanes en innumerables sectas; no rechaza las enseñanzas islámicas, no prefiere el desorden y la desunión. Si el instinto natural no es contrario al orden, menos contrario aún es el Espíritu divino. Pero ambos pueden ser puestos en oposición al orden establecido. Cuando el afán de expresar este instinto natural, esa gracia de origen divino, se halla confiando por orden de una autoridad superior, o por las condiciones establecidas por la autoridad, es tan fuerte que difícilmente pueda ser refrenado. Si los hombres sienten que están actuando en algún sentido contra la voluntad, implícita o expresa, de la autoridad, saltan todas las barreras, y entonces existe el peligro de que caigan en los más desenfrenados excesos; porque empiezan por quebrantar el único orden que conocen, y al estallar pueden expresarse en violenta hostilidad hacia aquello que los refrena. Sin embargo, desean orden. Cuán poca es la oposición natural al orden del Espíritu que crea la expansión espontánea, se puede ver en la historia de la Reforma en Inglaterra. Los hombres recibieron entonces una doctrina de " salvación " que les dio nueva esperanza, y no pudieron evitar el propagarla; pero hallaron la oposición de las autoridades religiosas de sus días. Entonces, a riesgo de sus vidas, persistieron en expresar ese instinto de compartir un gozo, esa gracia que busca la salvación de otros. Rompieron con todo el orden que conocían, y el resultado inmediato fueron excesos desenfrenados. Pero aún así, aunque el movimiento estaba en la oposición a la vida religiosa ordenada de el país, los excesos más desenfrenados estuvieron limitados a unos pocos, y la gran mayoría deseaba orden, y en un lapso notablemente breve creó el a una orden, aun el la cisma.
Pero tal vez se diga que lo que tenemos no es la libre expresión de este instinto natural, y menos aún de esta gracia divina: lo que tenemos es la expresión de la obstinación y la presunción del hombre. Éstas son las verdaderas fuentes de desorden; y desgraciadamente los hombres no son movidos solamente por el celo puro del Evangelio. No es posible abrir una puerta a una libertad sin restricciones para expresión del instinto natural y la gracia espiritual, sin abrirla también a la expresión de la obstinación; y no estamos dispuestos a esto.
Esto es muy cierto; pero lamentablemente también es cierto que no podemos controlar la licencia de la obstinación sin controlar al mismo tiempo el celo que brota del instinto natural y de la gracia del Evangelio. No podemos distinguir la actividad de la una de la actividad del otro. Los motivos que influyen en la acción de los seres humanos están muy mezclados. Cualquiera que haya tratado de analizar sus motivos para determinada acción debe saberlo. Los que ejercen autoridad no están más libres de esa mezcla de motivos que los que están sujetos o resisten a la autoridad. No podemos, pues, arrancar la cizaña sin arrancar también al trigo con ella. La misma acción que reprime una exhibición de la obstinación, reprime también una exhibición de celo piadoso. En realidad, el celo piadoso puede ser reprimido con una contención mucho más liviana que la obstinación. Un ejercicio de la autoridad suficientemente fuerte como para mantener a la segunda dentro de sus límites, a menudo basta para suprimir todo el celo.
Si los nuevos convertidos reciben la impresión de que el instinto natural de impartir su nuevo gozo, el deseo vino de la salvación de otros, sólo deben ser expresados bajo dirección, se encuentran atados, sujetos y aherrojados. El celo desaparece, y la Iglesia es despojada de la inspiración que da el sentido de que los hombres se están convirtiendo la Iglesia está creciendo sin que nadie sepa cómo o por quién. La Iglesia es despojada, sin saber cómo; pero lentamente se desarrolla un oscuro sentido de que no todo anda bien en ella, de que hay alguna influencia restrictiva, y tarde o temprano s cristianos se vuelven a sus directores y los acusan de haberlos en cierto sentido retenido. No saben qué es lo que está mal. Ni en sus corazones ni en sus pensamientos existe el celo por la conversión de sus semejantes. Pero la supresión de ese primer celo que nunca expresó es la causa real de sus dificultades.

VI

La misma verdad se aplica a las iglesias. La expansión espontánea comienza con la expresión individual, continúa con la expresión corporativa, y si ésta es frenada, nuevamente surge el peligro del desorden. La negación de un episcopado nativo, la negación del gobierno propio, parecen en el momento una gran seguridad para el orden, y por el momento lo son; pero reprimen el instinto de auto propagación y dañan la plenitud de la vida. Porque entonces el instinto debe ser sofocado, lo cual constituye una penosa pérdida para todo el cuerpo, porque significa estancamiento, y el estancamiento de una parte es una fuente de veneno para el todo. Así, pues, la seguridad momentánea se alcanzara a gran costo, y sólo puede ser momentánea. El instinto de expresión es tan fuerte que no puede ser frenado por mucho tiempo. Entonces debe repetirse en escala mayor la lucha que vimos en el caso del individuo. El tiempo que este proceso puede tardar en llegar a su desenlace puede ser mayor que en el caso anterior, pero mientras más dure mayor será el trastorno. Tampoco aquí es el deseo de expresión el que produce el desorden, es el deseo que arremete contra el orden porque no puede expresarse dentro del único orden que conoce. Esto también es dañino; significa el desgarramiento del cuerpo; y esto es un doloroso mal y fuente de mal para todo el cuerpo. La única alternativa es que tenga libre curso dentro del orden del todo.

VII

Ni el instinto natural, ni la gracia del Evangelio, ni la obstinación del hombre pueden ser erradicados permanentemente por ninguna autoridad externa. La obstinación es el enemigo natural de la orden; el celo piadoso es su aliado natural. La restricción fuerza al celo piadoso a oponerse al orden: tarde o temprano tiene que estallar, y si lo hace en oposición al orden, aparecen la obstinación y la presunción como sus aliadas, presentándose como las libertadoras del celo. Es peligroso restringir lo que no puede ser aplastado permanentemente: Naturam expellas furca tamen usque recurret. Es mucho mayor el peligro de desorden cuando, por medio expresión de la obstinación, restringimos un instinto de origen divino, que cuando aceptamos los riesgos que implica el darle libre juego. Pero porque momentáneamente, por el ejercicio de la autoridad o por nuestra influencia, o por la influencia de las condiciones que hemos creado, o por la insistencia sobre la ley, podemos evitar los obvios peligros presentes en la libertad, naturalmente tendemos a pensar en el este es el proceder más seguro.

VIII

Se dice que cuando Dios anunció a los ángeles su propósito de crear al hombre a su imagen, Lucifer, que no había caído aún del cielo, exclamó: a " Seguramente no le darás el poder de desobedecerte ". Y el Hijo le respondió: " El poder de caer es el poder de levantarse " . Lucifer no conocía ni el poder para levantarse ni el poder para caer, pero esa expresión " poder para caer" anidó en su corazón, y empezó a desear conocer ese poder, y de ese día en adelante planeó la caída del hombre. El mismo cayó, y el enseñó al hombre a conocer su poder y a usar su poder para caer. Cuando en la plenitud de el tiempo vio la redención realizada por Cristo, empezó a entender vagamente que el poder para caer es poder para levantarse; pero lo entendió equivocadamente. De ahí que, cuando los discípulos de Cristo comenzaron a multiplicarse y su propio reino a disminuir, su mente se volvió instintivamente en contra de ese poder de caer. Pensó que si podía controlar, u obstaculizar, el poder de caer, podría controlar también el poder de levantarse. Empezó a tratar de inducir a los apóstoles a que sujetaran a todos los gentiles convertidos dentro de los límites de la ley de Moisés, y fue defraudado por la osadía de la fe del gran Apóstol de los gentiles. Pero decente entonces ha estado tratando de lograr su propósito, esforzándose por inducir a los siervos de Cristo a que priven a los convertidos del poder de caer, encerrándolos con leyes de una u otra clase, con la esperanza de que así se vean privados del poder de levantarse: y los hombres, conociendo los terrores de la caída, y temiendo el poder de caer para los nuevos convertidos, están demasiado dispuestos a escucharlo; por que él especula con sus temores.


1 Hechos 16:5
2 1Tes. 1:8.
3 Hechos 8:4.
4 HARNAK, Mission and Expansion, ii, 486.
5 International Review of Missions, oct. 1920, ps. 573, 574.
6 I. R. M., oct. 1920, ps. 573, 574.
7 De amicitia, xxii, 88.
8 “De uno a otro, cuando está seguro de su vecino le habla, y cuando un campesino habla de esa suerte a un campesino, un obrero a un obrero, sabéis cuál se el efecto” Lib. II, cap. v, p. 310, 3a edic., 1873.

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