viernes, 23 de julio de 2010

MUTUALIDAD: una experiencia de amor práctico (1)

1Co 13:13 Ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor.

Introducción
El presente estudio tiene por objeto un análisis sobre mutualidad en la Biblia. Dada la extrema importancia del tema y el lugar de preeminencia que ocupa en la Biblia, este trabajo no tiene la pretensión de agotar su tratamiento, sino que solamente intentará exponer algunos de sus aspectos fundamentales en un intento de presentar a creyentes y no creyentes un esbozo de lo que, sin dudas, es un aspecto medular del cristianismo.
La mutualidad cristiana se expresa en la recíproca relación de “los unos con los otros”, relación esta que no se limita al simple trato entre hermanos, sino que está perfectamente definida e indicada en numerosos pasajes bíblicos. Sin embargo, para lograr un enfoque profundo sobre este tema tan amplio como decisivo, es necesario que previamente abordemos el concepto fundante que da origen a lo que se entiende por Deberes Cristianos, tal como se cita en:


Rom 12:10 Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros.

Hablamos de amor y sobre él y sus características comenzaremos nuestro estudio, que culminará con algunos versículos referidos al mutualismo para su análisis.
Como veremos más adelante, ser cristianos no es simplemente definirnos como tales, sino comprometernos en Cristo como Él hizo con nosotros. Está claro que este compromiso parte de una premisa básica que implica un acto de fe y reconocimiento de nuestro Señor Jesucristo como nuestro Salvador, quien vino al mundo como Hijo de Dios y murió por nosotros para hacernos salvos.
Hablamos de “acto de fe” porque no bastaría con enunciarla solamente. La fe de un verdadero cristiano es un hecho concreto, sin medias tintas, que marca un antes y un después en su vida y que supone una experiencia vívida:
Heb. 11:1. Es pues la fe la certeza de lo que se espera, la convicción
de lo que no se ve.

Certeza y convicción -la firmeza de la fe-, son aspectos claves en la vida del creyente en su relación con Dios. A partir de allí, si aceptamos al Señor y la gracia por la cual somos salvos, nuestra vida, gradualmente, habrá de transformarse plenamente: el viejo hombre dará lugar al hombre nuevo. ¡Alabado sea el Señor que obra estas transformaciones en nosotros, seres imperfectos, que al recibir al Espíritu Santo por la gracia de Dios, experimentamos un progresivo crecimiento y perfeccionamiento en nuestras vidas:

Proverbios 4:18 Mas la senda de los justos es como la luz de la aurora, Que va en aumento hasta que el día es perfecto.

Cristo es El Camino hacia la Gloria de Nuestro Padre. Y ese, estrecho pero pleno en Gracia y recompensas para quienes permanezcan firmes en la fe, está hecho, palmo a palmo, de enseñanzas que nos ha dejado Nuestro Salvador. Todas y cada una de ellas son invalorables en sí mismas. Todas, sin excepción, han sido inspiradas por el Espíritu Santo como Palabra de Dios en la Biblia. No son abstracciones, ni teorías, ni siquiera opiniones… Las enseñanzas son La Palabra de Dios para su puesta en acto.
Es por eso que la vida del creyente no puede ni debe limitarse a la lectura de los textos bíblicos o a la prédica sistematizada, sino que debe crecer en acción tal y como El Señor Jesucristo hizo. Su sacrificio es la prueba más contundente: como predicó, vivió y murió. Y venciendo a la muerte, como había anunciado, resucitó para confirmar Su Palabra y darnos esperanza: Jesús dijo, “yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Jn. 11.25). Su prédica y su vida eran una sola cosa. Así debemos hacer nosotros: creer, sí, pero obrando en consecuencia. En este sentido, bien nos ilustra Santiago:

Santiago 2:17 Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma.

El Señor ha dejado su vida por nosotros y un semillero de enseñanzas como uno de sus tantos legados. Corresponde a nosotros, creyentes, cultivar Su Palabra y ser, de hecho, esa tierra fértil en la que florezcan y prosperen sus obras para edificación de Su Iglesia.

EL AMOR, MOTOR DEL PLAN DIVINO
Quizás pensamos que al leer la Biblia y orar todos los días cumplimos con El Señor. Lo hacemos, sí, pero solo en parte. Dios, por su parte, no cabe duda que siempre cumple sus promesas, se agrada con nuestras alabanzas, nuestra adoración, nuestro reconocimiento hacia Él y también escucha nuestros ruegos. Para poder cumplir con Dios, sería bueno que practiquemos un autoexamen y nos preguntemos si realmente hacemos todo lo que Dios espera y pide de nosotros como cristianos.
Muchos pensarán que basta con llevar una buena conducta; otros dirán que son fervientes creyentes. Habrá quienes consideren, incluso, que no hacen mal a nadie o que no todos están llamados a las grandes obras. Ninguna de estas explicaciones es suficiente. Hemos sido adoptados por Dios como sus hijos y, en consecuencia, somos hermanos en la fe, integrando como miembros un solo cuerpo cuya cabeza es Cristo.

Col 1:18 y Él es la cabeza del cuerpo, que es la iglesia; el que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia,
Col 1:19 por cuanto agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud,
Col 1:20 y por medio de Él reconciliar todas las cosas consigo; así las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.

Y si nosotros aceptamos a Cristo, estamos integrando ese cuerpo que es la iglesia. Por consiguiente, somos partícipes en Cristo del Amor con que Dios ama a Su hijo y que como miembros de Su cuerpo, indefectiblemente, nos brinda.

1Co 12:27 Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros en particular.

Es este amor un vínculo indestructible, una fuerza integradora, cuya máxima expresión es Cristo. Tan grande amor no puede tener como fin último nuestra persona. Al contrario, recibir el amor de Dios y Su Palabra es poner en marcha nuestra obra como creyentes:

Rom 2:13 Porque no son los oidores de la ley los justos para con Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados.

Se hace más que evidente que sería egoísta de nuestra parte aceptar el amor de Dios sin plantearnos los deberes que como cristianos nos esperan. Y nada concerniente a Dios y a Su Hijo admite mezquindades.

Al contrario, Dios nos hace depositarios de Su amor y espera y manda que nosotros seamos el vehículo, el medio por el cual Ese amor se derrame en todos los hombres, para que llenos del amor de Dios, vuelvan su amor al prójimo y a Dios mismo. ¡Es maravilloso y conmovedor asomarse a contemplar, aunque sea mínimamente, la grandiosidad del Plan Divino que a todos nos incluye!

Efe 4:6 un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todo, y por todo, y en todos vosotros.

Veamos qué sencillo y conmovedor resulta este concepto: si Dios, amando infinitamente a Su Hijo Jesús, lo envió para entregar Su vida en sacrificio para nuestra salvación, este hecho, sin lugar a dudas, demuestra el amor infinito de Dios Padre hacia nosotros. Porque solo con un amor de esta magnitud -que escapa por completo a nuestro raciocinio- es posible concebir la infinita generosidad del Padre hacia nosotros, Sus hijos.
Tanto amor, tanta generosidad harán que muchos se pregunten… ¿Es que acaso Dios ha visto en nosotros algún mérito para darnos a Su Hijo en sacrificio para nuestra salvación? ¡Absolutamente no! No hay mérito capaz de hacernos merecedores del amor de Dios ni de la gracia de la salvación.
¿Cuál es, entonces, el motivo por el cual Dios nos ama? Queridos hermanos, Dios nos ama porque la esencia misma de Dios es amor. Tan simple, grandioso y misterioso como esto. Por eso, ¡nunca será suficiente nuestro agradecimiento para con el Padre!
Pero aquí conviene poner las cosas en su lugar. No es que amamos a Dios y por eso Él nos ama. ¡No! Esta podría ser una idea errónea e irreverente en algunos creyentes que han confundido los términos.
Con toda humildad, intentaremos aclarar este asunto que es de vital importancia.
1. Es Dios quién nos ha amado primero…
2. y por amor es que envió a Su hijo a morir en la cruz para nuestra salvación.
3. El Cristo encarnado es la expresión por excelencia del amor de Dios Padre para con nosotros.

Rom 5:5 y la esperanza no nos defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado.

Como se ve, el orden de los términos es fundamental y decisivo. Primero Dios nos ha amado y, siendo creyentes en Cristo, participamos de Su amor. Recién entonces, podemos decir que nosotros amamos a Dios. Una vez más repetimos que no amamos a Dios para que nos ame, sino que Dios nos ha amado primero simplemente porque Su esencia es amor.
Es por esto que resulta vital para los cristianos el ejercicio del amor, porque amando cumplimos su mandamiento y es solo por medio del amor que somos capaces de conocer al Padre:

1Jn 4:8 El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor.

Es interesante que reparemos en este magnífico versículo de Juan. El apóstol utiliza dos verbos que echan luz sobre el tema. Juan usa el verbo conocer. Según el diccionario de la Real Academia Española en su 23° edición, entre las múltiples acepciones que se presentan, encontramos que algunos de los significados posibles de este verbo son: Entender, advertir, saber, tener trato y comunicación con alguien. De modo que podríamos decir, en primer lugar, que conocer a Dios es advertir Su naturaleza divina y entrar en comunicación con Él. ¡Nada más ni nada menos!
En segundo lugar, es importante advertir que Juan no dice que Dios tiene amor… sino que Dios ES amor. Pensémoslo así: cuando alguien tiene algo, esto que tiene es exterior a su persona o bien es una cualidad.
Pero en el caso de Dios Padre, Juan no deja lugar a dudas: Dios ES amor. El verbo “ser” está diciéndonos, indudablemente, que Su esencia increada es el amor mismo por siempre y desde siempre, eternamente.


En conclusión, una interpretación posible de este versículo de Juan sería que quien no sea capaz de experimentar el amor no llegará a agradar a Dios, ni a estar en comunicación (comunión) con Él, porque la esencia divina de Dios es el amor y es el amor el que nos capacita para llegar a su conocimiento.
¡Gracias a Dios! que en nuestro camino como creyentes, el Espíritu Santo será nuestra guía y Su poder nos asistirá para que abandonemos lo que en nosotros hay de carnales, perfeccionándonos y creciendo en una vida espiritual plena. Estos son los frutos del Espíritu, los que abundarán en nosotros siempre que dócil y humildemente, reconozcamos nuestra imperfección humana y aceptemos las correcciones que Dios señala por medio de Su Palabra para vivir en armonía con Ella.

Jua 14:26 Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas y os recordará todo lo que yo os he dicho.

Salvos por gracia, amados por el Hijo, adoptados en amor por el Padre, nuestra vida cristiana rebosa de amor. Pero este es un amor distinto al que como hombres y mujeres conocemos, tanto en su naturaleza como en su finalidad. Es este un amor de dos vías, dos direcciones que convergen en el Centro Divino, en el misterio de la fe, en el llamado a la vida del hombre nuevo. ¡Un círculo perfecto e inclusivo, que se realimenta incesantemente y cuyo combustible y motor es el amor!

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MUTUALIDAD: una experiencia de amor práctico (2)

DOS VÍAS, UN SOLO AMOR

1. La vía del amor de Dios y hacia Dios. El amor de Dios por nosotros ha sido tan inmenso que mandó a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. 1Jn 4:9 En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él.
Como ya hemos dicho, queda claro, entonces, que fue primero Dios quien nos amó y no al revés: 1Jn 4:10 En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Si nos detenemos en ambos versículos, notaremos que ellos ponen de manifiesto en qué y en cuánto consiste el amor que Dios tiene para nosotros. Por tanto, podemos afirmar como Juan que “Dios es amor” (1Jn. 4:8).
Resumiendo, la esencia de Dios es el amor y, por consiguiente, El Creador resulta es la única fuente de amor verdadero. Y en tanto Dios es amor, “…el que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él”. (1Jn.4:16).
¡Alabado sea Dios por su amor hacia nosotros!

Ahora bien, agraciados por el amor divino que recibimos como sus hijos adoptivos, salvados en el sacrificio de Cristo, un primer mandamiento hemos de cumplir, tal y como Su Hijo había anunciado frente a un fariseo, experto en la ley, quién vanamente intentó ponerle a prueba preguntándole por el primer mandamiento. Cristo no dudó en contestarle: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y el primer mandamiento”. (Mat.22:37-38). Claramente vemos que el
amor que recibimos de Dios debe volver hacia el Padre en gratitud y para Su Gloria, conforme al primer mandamiento.

No obstante, hemos sido instados a cumplir un segundo mandamiento, tan importante como el primero: Mar 12:31 “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Podríamos ilustrarlo así: imaginémonos a nosotros, creyentes, como a un árbol. Si este árbol está bien plantado crecerá y echará raíces. Del mismo modo ha de suceder con nosotros: plantados en la fe, nuestras raíces estarán en Dios y, nacidos por Su Espíritu, el fruto que de Él provenga será el amor de Dios en Cristo y hacia el prójimo.
2. La vía del amor hacia el prójimo. Decíamos antes que ningún creyente puede jactarse de serlo en la medida en que no observe una conducta apropiada. En este sentido, el amor es el puntal que debe sostener y liderar nuestra vida en la fe. Es la marca del cristiano. Un amor que es tan distinto del que conocemos como hombres, que no se cierra en nuestra relación con Dios, sino que desde Dios y a través de nosotros debe irradiarse hacia los hombres. Un amor que tiene su brújula con el norte hacia Dios, pero que no descuida a nadie.
Porque este es el segundo mandamiento que Jesucristo exhorta a cumplir. Dice el Señor: “Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Mat.22:39). No podemos hacernos los distraídos frente a Dios. Este amor encierra un compromiso que nos exige cumplirlo en los hechos. El imperativo cristiano de amor mutuo no es un mero enunciado, sino que hay que llevarlo a la práctica del diario vivir: “…porque este es el mensaje que habéis escuchado desde el principio: Que nos amemos unos a otros”. (1Jn.3:11)

La claridad con que Dios nos habla en La Palabra no deja lugar a dudas. El amor es perfecto en sí mismo, como perfecto es Dios y todo lo que de Él venga. Pero el mandamiento que Dios nos imparte de amarnos los unos a los otros, no implica, en modo alguno, que perdamos la valoración de nosotros mismos. Al contrario, Dios nos enseña la medida y cariz de nuestro amor para con Dios y para con los otros:

Mar 12:30 Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Éste es el principal mandamiento.
Mar 12:31 Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.

Nadie que escudriñe las Sagradas Escrituras a conciencia podrá dejar de maravillarse frente a la perfección divina que de ellas se desprende. Dios nos ama y nosotros cumplimos el primer mandamiento amándolo. Pero el círculo de amor divino no estará completo si ese amor que experimentamos no lo volcamos hacia nuestro prójimo.

¿En qué medida hemos de amar al prójimo? …
Jesús ha sido contundente en Mar 12.31 al decirnos que:

Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay forma de equivocarse porque resulta claro que la medida de nuestro amor hacia los demás será la misma que tengamos para nosotros mismos.
¡Qué maravilloso aprendizaje es este! Nadie es mezquino consigo mismo… ¿por qué serlo entonces con el prójimo? Todos queremos lo mejor para nosotros mismos… ¿por qué no quererlo para nuestros hermanos? En pocas palabras, Dios quiere lo mejor para nosotros y su mandamiento de amar al prójimo no implica que nos olvidemos de nuestras personas. Al contrario, a medida que experimentemos la llenura del Espíritu Santo, -uno de los mayores dones con que Dios nos dota- tendremos una guía inestimable que permitirá nuestro crecimiento espiritual. En este sentido, aprenderemos a autovalorarnos y apreciarnos sanamente a nosotros mismos y amar a Dios como Él nos ama y nos valora. Entendamos que el sacrificio del Señor Jesucristo implica, entre otras cosas, el inmenso valor que Dios le ha concedido a cada una vida humana. De otro modo, nada de esto tendría sentido.
Pero estos dos aspectos capitales de nuestro crecimiento espiritual (amarnos a nosotros mismos y amar a Dios) solo hallarán completitud en la medida en que estemos dispuestos a compartir nuestro amor con el prójimo. Brindarnos los unos a los otros será la manifestación más evidente del obrar de Dios en nosotros. Por ende, el amor entre unos y otros es la señal más contundente de la presencia de Dios en nosotros, los cristianos. Una vez más, el apóstol Juan nos esclarece al respecto:

1Jn 4:11 Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros.
1Jn 4:12 A Dios nadie le vio jamás. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se perfecciona en nosotros.

El amor de Dios nos nutre, nos plenifica y en tanto seamos capaces de brindarnos en mutualidad, Dios estará en nosotros y su amor irá perfeccionándose…
¿Hemos acaso tomado consciencia de la gracia que esto significa en nuestras vidas y de la transformación que ello implica? ¡Lo único que Dios pide por este amor que nos brinda es que amemos al prójimo y con ello sabemos –porque así El Padre lo dice- que Él ha de permanecer en nosotros! ¡Gracias a Dios por tanta generosidad y plenitud!
¿Puede haber gozo más grande para un creyente que experimentar el amor y la presencia de Dios en su vida?...

Amar al prójimo como a nosotros mismos es la confirmación de que vivimos en el Espíritu y su expresión más justa es prodigarlo a todos los hombres, sirviéndonos unos a otros.

EL ÁGAPE DIVINO
Hemos dicho que Dios es amor. Pero ¿qué clase de amor es este? Las diferentes traducciones que nos llegan de la Biblia usan la palabra amor como única expresión o como sinónimo de sí mismo cada vez que lo emplean. Sin embargo, el idioma en el que se escribió el Antiguo Testamento, el griego, usa diferentes vocablos para definir el amor, pues cada uno de ellos posee un matiz peculiar. En verdad, expresan distintas cosas o, por decir mejor, se refieren a diferentes tipos de amor.
Como seres humanos sentimos eros cuando nos enamoramos. El término philia, en cambio, es el sentimiento que experimentamos por padres, hijos y amigos. Se trata de un amor afectivo, fraternal. Sin embargo, a partir del Nuevo Testamento, la venida de Cristo y su sacrificio introduce un cambio trascendente en las dimensiones del amor. Sin extendernos demasiado en la semántica, lo que sí es necesario establecer es que cuando nos referimos al amor de Dios, el término griego que le corresponde es ágape. Dios es ágape, porque se trata de un amor sublime, único, divino, que solo viene de Él, que es parte de Su esencia y que va más allá de las emociones o sentimientos naturales de los seres terrenales.
Ágape es el verdadero amor cristiano, inabarcable, en un punto, para nuestro entendimiento porque proviene de Dios, pero al que debemos aspirar como creyentes. Este es el ágape que tuvo como manifestación máxima el sacrificio de Cristo en la cruz, y nuestro intento de entenderlo debe basarse en la comprensión y en la experiencia de Su Obra Salvadora. Es en el ágape divino donde Jesús es uno solo con el Padre y es por ágape que el Padre nos envió a Su Hijo y al Espíritu Santo posteriormente. Pero mejor aún: como hijos de Dios y viviendo por fe en el Hijo, Dios en su infinita misericordia y generosidad nos hace partícipe del ágape. Es decir que el amor de Dios nos integra simultáneamente al Padre, a la vez que al Hijo y al Espíritu Santo en una sola unidad, como las tres manifestaciones de la Trinidad Divina.

¡Aceptemos humildemente como creyentes la inmensidad del misterio al que nos enfrentamos!
Convidados al amor divino -por gracia y no por mérito- nuestra vida debe ser la fiel expresión de Ese amor, su puesta en acto y el signo que nos distinga como cristianos. A este último punto se refería Juan al decir: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn.13:35). Porque ya por mandamiento, ya por don del Espíritu Santo, es este tipo de amor el que pone a Dios, a Cristo y al Espíritu Santo en nuestras vidas y por el cual ha de ser juzgada nuestra fe.

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MUTUALIDAD: una experiencia de amor práctico (3)

QUIEN AMA, CUMPLE

Aprehender y comprender este concepto llevará su tiempo porque –insistimos- el ágape es EL amor de Dios mismo. Como tal, es una experiencia profunda y muy lejana a nuestro sentir como hombres. De hecho, este amar no es un impulso ni un sentimiento, sino un acto que implica un fin, un propósito como el que tuvo el Padre en salvar al mundo, aunque no fuéramos dignos de ello. Por eso, si queremos vivir como verdaderos cristianos, nuestro propósito será hacer la voluntad de Dios y poner en práctica el ágape amándonos “los unos a los otros”.
En este sentido, es necesario recalcar, que el amor del creyente no debe interpretarse como un sentimiento humano, sino como una actitud de vida, muy lejana al sentimentalismo o la utopía, ya que debe expresarse como una ayuda práctica para quienes la necesiten. El episodio del buen samaritano, narrado por Lucas, nos ilustra muy claramente sobre este aspecto:

Luc 10:30 Y respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto.
Luc 10:31 Y aconteció, que descendió un sacerdote por aquel camino, y cuando le vio, pasó por el otro lado.
Luc 10:32 Y asimismo un levita, cuando llegó cerca de aquel lugar y lo vio, pasó por el otro lado.
Luc 10:33 Pero un samaritano, que iba de camino, vino adonde él estaba, y cuando lo vio, tuvo compasión de él;

Luc 10:34 y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole sobre su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él.
Luc 10:35 Y otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuida de él; y todo lo que de más gastares, yo cuando vuelva te lo pagaré.
Luc 10:36 ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?
Luc 10:37 Y él dijo: El que mostró con él misericordia. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo.

Como creyentes, no es necesario que conozcamos al prójimo, ni que tengamos relación estrecha con él. El amor que Dios nos enseña es el que exige de nosotros un compromiso y una respuesta activa, concreta y misericordiosa. No es producto de un sentimiento, sino que es una actitud en nosotros, que es la más clara evidencia del fruto del Espíritu Santo para los que viven en la fe.

De esta manera, participando en amor (ágape) con Dios y del amor (ágape) de Dios sería inadmisible que no amáramos a nuestros hermanos. Porque si el amor del Padre se derrama generosamente y sin excepciones, ¿qué soberbia habría en nosotros para creernos capaces de excluir a un hermano? ¿Qué egoísmo sería capaz de desatenderlo o simplemente ignorarlo? ¿Qué nos haría a unos más merecedores de amor que a otros?
Todos somos objeto del amor de Dios pero también debemos recordar que este amor se expresa hacia Dios en una obediencia hacia sus mandamientos. Como vimos, el ágape es un amor práctico, conocido por su acción, que nos coloca, por lo tanto, como sujetos de amor para con nuestros semejantes. En este amor de buena voluntad –porque hay una voluntad puesta al servicio del amor al prójimo- es que recobramos la vida como cristianos. Por supuesto que la voluntad tendrá que fortalecerse a fin de que pueda pasar airosa los escollos que se irán presentando; por ejemplo: aprender a tolerar malas actitudes de hermanos carnales; mantener la unidad aún cuando haya fuertes discrepancias o aprender a relacionarnos con aquellos con los que no congeniamos. Como bien dice Juan:

“Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano permanece en muerte”. (1Ju.3:14)
Amar al prójimo, amarnos los unos a los otros, es amar (ágape) a Dios. No es posible amarLo sin amarnos unos a otros, porque así nos fue dicho:

“El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor”. (Rom.13:10).

¡Por el contrario, el amor que brindamos al prójimo siempre será un bien para él!
Una buena obra: imaginemos que usted recibe un llamado telefónico y le comunican que un hermano en la fe se encuentra enfermo. Es muy probable, que al colgar el teléfono usted se sienta preocupado por él. Está bien, es lógico… pero no es suficiente. No lo es.
Como hemos dicho repetidamente en estas líneas, Dios espera que nuestro amor sea puesto en obras.
Un creyente edificado en el amor de Dios, deseará brindarse a su hermano y no se conformará con menos que eso. El hermano enfermo, por su parte, necesita de usted concretamente. Jesús mejor que nadie nos ha enseñado lo que son las buenas obras, porque Jesús es la expresión más perfecta del amor, y entre muchas otras cosas, Él visitaba a los enfermos.

Ante una enfermedad de un creyente, recuerde que ese que está enfermo es su prójimo. Puede que sea una persona con la que usted se congregaba, con la que usted compartía lecturas de la Biblia y oraba. O quizás se trate de un hermano en la fe que tal vez no conozca personalmente porque pertenece a una Iglesia de otra localidad. De un modo u otro, hay un mandato que cumplir y éste no estará cumplido hasta que usted no se brinde plenamente en amor al prójimo. ¡Esa –y no otra- es la voluntad de Dios! Por eso, no nos quedemos en intenciones. Hagamos una buena obra y visitemos a nuestro hermano, dediquémosle un tiempo, acompañémoslo y ayudemos en aquello en que pueda necesitarnos.

Este es el amor que concretamente llevado a la práctica cumple la voluntad de Dios Padre. En este ejemplo, que es muy frecuente en nuestra vida cotidiana, no podemos ser indiferentes ante la necesidad ajena, porque al tratarse de un hermano, nada de él nos es ajeno.
¡Pongamos nuestra su voluntad en hechos: El ocuparnos de nuestros hermanos en sus necesidades es un acto de amor y el amor no puede producir otra cosa que buenas obras.

1Co 10:24 Nadie busque su propio bien, sino el del otro.

En síntesis, hemos intentado exponer en este breve estudio la preeminencia del amor en la vida del creyente. Innumerables son los versículos que dan cuenta y fundamento sobre este tema. Es, sin dudas, en el Nuevo Testamento, donde el amor por los hermanos en la fe se manifiesta muy claramente.

Simplemente y a modo de ejemplificar brevemente lo que venimos exponiendo, lo invitamos a que lea estos versículos detenidamente y reflexione acerca del mensaje que Dios nos ha dejado en ellos:


Jua 15:12 "Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado.
Jua 15:13 Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.
Jua 15:14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Jua 15:15 Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he dado a conocer.
Jua 15:16 No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, él os lo dé.
Jua 15:17 Esto os mando: Que os améis unos a otros

1Pe 3:8 En fin, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables.

1Pe 4:8 Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor, porque el amor cubrirá multitud de pecados.

1Jn 2:10 El que ama a su hermano, permanece en la luz y en él no hay tropiezo.

1Jn 3:14 Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, porque amamos a los hermanos. El que no ama a su hermano permanece en muerte.

¡Gracias Padre porque tu Palabra edifica nuestro espíritu!

Para concluir, hemos de decir que un hecho remarcable es que la Biblia nos ha dejado como enseñanza que este amor debe llegar también a aquellos que no son hermanos en la fe. Es que Dios está deseoso de ganar más hijos y brindarles su amor ilimitado. Para ello, la prédica del evangelio será el modo de llegar a quienes aún no conocen al Señor:

Rom 1:15 Así que, en cuanto a mí, presto estoy a predicar el evangelio también a vosotros que estáis en Roma.


En este versículo del Libro de Romanos, el apóstol Pablo estaba deseoso de llegar a Roma para llevarles la Palabra de Dios. Su deseo habría de cumplirse más tarde cuando fuera llevado preso a dicha ciudad. Pero lo prioritario para destacar, es que Pablo nos hace ver que Dios no se olvida de nadie y quiere brindarnos a todos la oportunidad de escuchar Su palabra, conocerlo, aceptarlo y ser salvos por su gracia. ¡¿Qué mayor evidencia del amor de Dios necesitamos para darnos cuenta de que Dios Padre quiere que todos participemos de su amor?!
Efectivamente, la prédica del Evangelio es la manera de acercar La Palabra de Dios a quienes no la conocen y hacer partícipes del amor de Dios a quienes aún están lejos del Padre.
Pero… ¿Por qué Dios querría que prediquemos Su Palabra?... Porque predicar el Evangelio también es un acto de amor para quienes aún no tiene la gracia de la salvación.


En Su amor ilimitado, Dios quiere que todos sepamos de Su amor y de Su gracia. Solo es necesario aceptar a Dios y reconocer su propósito salvífico, llevado a cabo por Su Hijo Jesús.
Creer en Dios es saber, por fe, que somos salvos por el amor de Dios puesto en acto a través del sacrificio de nuestro Señor Jesucristo. Tener fe implica, también, la obediencia que le debemos como Sus hijos, toda vez que actuemos conforme con Su Palabra. Por tanto, si seguimos Sus mandamientos, la fe no puede ser indiferente ni inerte. ¡La fe es activa! y la actividad de esa fe tiene por fruto el amor de los unos por los otros.

-Un buen cristiano es aquel que ama a Dios como Dios lo ama a él: Mat 22:37 Jesús le dijo:
"Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente".

-Un creyente obediente, estará deseoso de cumplir el mandamiento de amar al prójimo, porque encuentra en este acto una forma práctica de imitar el amor de Dios y crecer en él. Efe 5:1 Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados.

-Pero el cristiano cuya fe ha encontrado madurez, además de todo lo anterior, seguramente verá en el prójimo el valor de un ser humano que Cristo amó, por el que murió en la Cruz: Rom 14:15 Pero si por causa de la comida tu hermano es entristecido, ya no andas conforme al amor. No hagas que por causa de tu comida se pierda aquel por quien Cristo murió, y en el que está el Cristo mismo: Mat 25:40 Respondiendo el Rey, les dirá: "De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis".


Así pues, es la voluntad de Dios que conozcamos su amor y que lo irradiemos al mundo entero, creyentes o no, soportándonos en amor, custodiando la unidad del Espíritu, siendo unánimes en nuestro sentir, para que ese amor sea nuestra forma de distinguirnos como humildes discípulos de Cristo:

Efe 4:2 con toda humildad y mansedumbre, con paciencia soportándoos los unos a los otros en amor,
Efe 4:3 solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz.

Flp 2:1 Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo, si algún estímulo de amor, si alguna comunión del Espíritu, si algún afecto entrañable y misericordias,
Flp 2:2 completad mi gozo, que sintáis lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa.
Jua 13:35 En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros.


En conclusión, el amor mutuo, de unos a otros, es el sello de unidad de la comunidad cristiana, la señal distintiva e innegable que tiene el mundo de nuestro discipulado cristiano.

Dijo el apóstol Pablo sobre el amor:
1Co 13:1 Si yo hablara lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe.

1Co 13:2 Y si tuviera profecía, y entendiera todos los misterios y todo conocimiento, y si tuviera toda la fe, de tal manera que trasladara los montes, y no tengo amor, nada soy.

1Co 13:3 Y si repartiera todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve.

1Co 13:4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia;
el amor no es jactancioso, no se envanece,

1Co 13:5 no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita,
no guarda rencor;

1Co 13:6 no se goza de la injusticia, sino que se goza de la verdad.

1Co 13:7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

1Co 13:8 El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, cesarán las lenguas y el conocimiento se acabará.


¡Qué el Espíritu Santo obre en nuestro crecimiento espiritual para que conozcamos la bendición del este amor! ¡Amén!

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domingo, 18 de julio de 2010

Formas actuales de idolatría (1)

1. El cristianismo "heroico".
El reino de Dios entre otras cosas es reino de sacerdotes reales,[1] por ende las concepciones clerical y laica de la iglesia es por lo menos desacertada.
Si tomamos en cuenta al sacerdote como figura principal o más importante que el resto, y lo comparamos con el concepto de sacerdocio universal de todo creyente, deduciremos en este último caso que si todos son sacerdotes ninguno es sacerdote.
Si el "clero" ocupa un lugar preponderante en la vida de la iglesia estamos entonces más cerca de manejar conceptos de la mitología griega que del cristianismo.
En la mitología griega el héroe es el que toma la iniciativa y lleva adelante aquello que el hombre "común" no puede hacer. No era el héroe para los griegos un dios, pero se mezclaba con ellos y eran también objeto de cultos.
Los hombres "comunes" les otorgaban poderes especiales y les atribuían los éxitos en las batallas contra otros pueblos. "No puede sorprender que los griegos mismos dijeran: No fuimos nosotros, sino los dioses y los héroes quienes lo lograron."[2]
Los héroes griegos como Hércules, por ejemplo, soportan la incertidumbre y avanzan a pesar de todo.
Al contemplarlos los vemos lejanos, diferentes, y al mirarnos a nosotros mismos declaramos nuestra incapacidad. Así pasan a la categoría de ídolos, "...les transferimos nuestra capacidad de avanzar, y nos quedamos donde estamos, porque no somos héroes."[3]
Es bien diferente la postura bíblica en donde la iglesia es presentada como un cuerpo.
Cada parte tiene la facultad de ejercer la función específica para la que fue llamada en cooperación con el resto, cada una de las partes de dicho cuerpo es única e irreemplazable en la misión que el conjunto de la iglesia tiene en la tierra.
De otra manera la fe pasa a ser fe del otro, el héroe tiene fe y actúa en consecuencia.
El creyente comienza a sentir incapacidad aún para ser escuchado por Dios y desarrolla "dependencia clerical".
Aunque al líder se lo llame pastor su función será "sacerdotal"; si esto es así no hay iglesia, sino parodia.
En este punto karl Barth es contundente al decir que "La humildad y el servicio, bajo cuyo signo ha sido colocada la Iglesia, se han de distinguir radicalmente de la humildad y servicios clericales."[4]
En el clericalismo la vivencia de fe pasa a ser entonces una experiencia alienada. La alienación, sin embargo tiene su aspecto positivo, es necesaria para superar en la conciencia del hombre sus propias contradicciones en su búsqueda de la verdad.
Gregory Baum dice al respecto: "La alienación no es del todo mala, sin ella las personas no llegarían a hacerse conscientes de las contradicciones ocultas de sus vidas ni de adquirir una nueva conciencia capaz de trascender los errores presentes sin por ello perder la verdad presente."[5]
La alienación en este caso pasaría de ser un elemento negativo a ser un elemento corrector, si no es corrector entonces es solamente negativo.
El "héroe" -entre comillas, entiéndase bien- máximo del cristianismo fue Jesucristo, pero lo fue de un modo absolutamente diferente del concepto griego de heroísmo.
Jesucristo fue "héroe" sin poder, sin valerse de la fuerza, y sin desear gobernar ni tener nada.
En su relación con sus discípulos procuró el desarrollo de cada uno de los dones de estos hacia la posterior formación de la iglesia.
Sus atributos fueron el amor, la piedad, el dar, fue "héroe" sin poder, y en ese vaciarse de poder se encontraba su victoria.
Atrajo a los pobres y a los desvalidos, y aún algunos ricos que se consumían en su avaricia se transformaron en mártires.
El "héroe cristiano" fue el mártir; la ganancia del mártir está determinada por su falta absoluta de pertenencias, aún su propia vida es vivida al servicio de Dios y del prójimo.
Su tener está vinculado con su existencia, no con su carácter.
El tener del héroe pagano está vinculado con su carácter, de este tener depende toda la estructura de su persona.
Si el héroe pagano es derrotado, entonces deja de ser héroe.
En este sentido, el cristianismo, ha mal interpretado al apóstol Pablo cuando afirma: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece."[6] El grueso de los creyentes piensa en una suerte de super-cristiano que nunca pasará por circunstancias adversas, que nunca llora, que tiene respuestas para todas las preguntas.
Este es el "cristiano" que tiene. Esta interpretación no toma en cuenta la afirmación del apóstol en el versículo anterior: "Se vivir humildemente, y se tener abundancia; en todo y por todo estoy enseñado, así para estar saciado como para tener hambre, así para tener abundancia como para padecer necesidad"[7]
El poder del cristiano no radica en no pasar necesidad, sino que radica en no aferrarse a aquello que necesita, aunque no lo tenga.
Podemos aferrarnos a aquello que tenemos como a aquello que no tenemos de un modo insano y obsesivo, y valernos de cualquier medio para obtenerlo.
Esta es la diferencia entre el cristiano y el héroe pagano, para este todo es válido con tal de satisfacer su necesidad de tener y de poder.
Las características del cristiano y el héroe son opuestas..."Las características del héroe son: tener, explotar, violar. Las características del mártir consisten en ser, dar y compartir."[8]


[1]1 Ped. 2:9
[2]M. Persson Nilsson, Historia de la religión griega (Buenos Aires: Eudeba, 1956), 289.
[3]E. Fromm, ¿Tener o ser?, 110.
[4]K. Barth, Revelación, Iglesia, Teología (Madrid: Ediciones Studium, 1972), 39.
[5]G. Baum, Religión y alienación, 26.
[6]Fil. 4:13
[7]Fil. 4:12
[8]E. Fromm, ¿Tener o ser?, 138.

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Señales de los últimos tiempos

Requisito para pertenecer a la iglesia de Jesucristo

“La iglesia es la única comunión fraternal en el mundo cuyo único requisito para integrarla es la falta de mérito del candidato.”

Robert Munger