viernes, 23 de julio de 2010

MUTUALIDAD: una experiencia de amor práctico (2)

DOS VÍAS, UN SOLO AMOR

1. La vía del amor de Dios y hacia Dios. El amor de Dios por nosotros ha sido tan inmenso que mandó a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. 1Jn 4:9 En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él.
Como ya hemos dicho, queda claro, entonces, que fue primero Dios quien nos amó y no al revés: 1Jn 4:10 En esto consiste el amor; no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Si nos detenemos en ambos versículos, notaremos que ellos ponen de manifiesto en qué y en cuánto consiste el amor que Dios tiene para nosotros. Por tanto, podemos afirmar como Juan que “Dios es amor” (1Jn. 4:8).
Resumiendo, la esencia de Dios es el amor y, por consiguiente, El Creador resulta es la única fuente de amor verdadero. Y en tanto Dios es amor, “…el que permanece en amor, permanece en Dios y Dios en él”. (1Jn.4:16).
¡Alabado sea Dios por su amor hacia nosotros!

Ahora bien, agraciados por el amor divino que recibimos como sus hijos adoptivos, salvados en el sacrificio de Cristo, un primer mandamiento hemos de cumplir, tal y como Su Hijo había anunciado frente a un fariseo, experto en la ley, quién vanamente intentó ponerle a prueba preguntándole por el primer mandamiento. Cristo no dudó en contestarle: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el grande y el primer mandamiento”. (Mat.22:37-38). Claramente vemos que el
amor que recibimos de Dios debe volver hacia el Padre en gratitud y para Su Gloria, conforme al primer mandamiento.

No obstante, hemos sido instados a cumplir un segundo mandamiento, tan importante como el primero: Mar 12:31 “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Podríamos ilustrarlo así: imaginémonos a nosotros, creyentes, como a un árbol. Si este árbol está bien plantado crecerá y echará raíces. Del mismo modo ha de suceder con nosotros: plantados en la fe, nuestras raíces estarán en Dios y, nacidos por Su Espíritu, el fruto que de Él provenga será el amor de Dios en Cristo y hacia el prójimo.
2. La vía del amor hacia el prójimo. Decíamos antes que ningún creyente puede jactarse de serlo en la medida en que no observe una conducta apropiada. En este sentido, el amor es el puntal que debe sostener y liderar nuestra vida en la fe. Es la marca del cristiano. Un amor que es tan distinto del que conocemos como hombres, que no se cierra en nuestra relación con Dios, sino que desde Dios y a través de nosotros debe irradiarse hacia los hombres. Un amor que tiene su brújula con el norte hacia Dios, pero que no descuida a nadie.
Porque este es el segundo mandamiento que Jesucristo exhorta a cumplir. Dice el Señor: “Y el segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. (Mat.22:39). No podemos hacernos los distraídos frente a Dios. Este amor encierra un compromiso que nos exige cumplirlo en los hechos. El imperativo cristiano de amor mutuo no es un mero enunciado, sino que hay que llevarlo a la práctica del diario vivir: “…porque este es el mensaje que habéis escuchado desde el principio: Que nos amemos unos a otros”. (1Jn.3:11)

La claridad con que Dios nos habla en La Palabra no deja lugar a dudas. El amor es perfecto en sí mismo, como perfecto es Dios y todo lo que de Él venga. Pero el mandamiento que Dios nos imparte de amarnos los unos a los otros, no implica, en modo alguno, que perdamos la valoración de nosotros mismos. Al contrario, Dios nos enseña la medida y cariz de nuestro amor para con Dios y para con los otros:

Mar 12:30 Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Éste es el principal mandamiento.
Mar 12:31 Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos.

Nadie que escudriñe las Sagradas Escrituras a conciencia podrá dejar de maravillarse frente a la perfección divina que de ellas se desprende. Dios nos ama y nosotros cumplimos el primer mandamiento amándolo. Pero el círculo de amor divino no estará completo si ese amor que experimentamos no lo volcamos hacia nuestro prójimo.

¿En qué medida hemos de amar al prójimo? …
Jesús ha sido contundente en Mar 12.31 al decirnos que:

Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay forma de equivocarse porque resulta claro que la medida de nuestro amor hacia los demás será la misma que tengamos para nosotros mismos.
¡Qué maravilloso aprendizaje es este! Nadie es mezquino consigo mismo… ¿por qué serlo entonces con el prójimo? Todos queremos lo mejor para nosotros mismos… ¿por qué no quererlo para nuestros hermanos? En pocas palabras, Dios quiere lo mejor para nosotros y su mandamiento de amar al prójimo no implica que nos olvidemos de nuestras personas. Al contrario, a medida que experimentemos la llenura del Espíritu Santo, -uno de los mayores dones con que Dios nos dota- tendremos una guía inestimable que permitirá nuestro crecimiento espiritual. En este sentido, aprenderemos a autovalorarnos y apreciarnos sanamente a nosotros mismos y amar a Dios como Él nos ama y nos valora. Entendamos que el sacrificio del Señor Jesucristo implica, entre otras cosas, el inmenso valor que Dios le ha concedido a cada una vida humana. De otro modo, nada de esto tendría sentido.
Pero estos dos aspectos capitales de nuestro crecimiento espiritual (amarnos a nosotros mismos y amar a Dios) solo hallarán completitud en la medida en que estemos dispuestos a compartir nuestro amor con el prójimo. Brindarnos los unos a los otros será la manifestación más evidente del obrar de Dios en nosotros. Por ende, el amor entre unos y otros es la señal más contundente de la presencia de Dios en nosotros, los cristianos. Una vez más, el apóstol Juan nos esclarece al respecto:

1Jn 4:11 Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros.
1Jn 4:12 A Dios nadie le vio jamás. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se perfecciona en nosotros.

El amor de Dios nos nutre, nos plenifica y en tanto seamos capaces de brindarnos en mutualidad, Dios estará en nosotros y su amor irá perfeccionándose…
¿Hemos acaso tomado consciencia de la gracia que esto significa en nuestras vidas y de la transformación que ello implica? ¡Lo único que Dios pide por este amor que nos brinda es que amemos al prójimo y con ello sabemos –porque así El Padre lo dice- que Él ha de permanecer en nosotros! ¡Gracias a Dios por tanta generosidad y plenitud!
¿Puede haber gozo más grande para un creyente que experimentar el amor y la presencia de Dios en su vida?...

Amar al prójimo como a nosotros mismos es la confirmación de que vivimos en el Espíritu y su expresión más justa es prodigarlo a todos los hombres, sirviéndonos unos a otros.

EL ÁGAPE DIVINO
Hemos dicho que Dios es amor. Pero ¿qué clase de amor es este? Las diferentes traducciones que nos llegan de la Biblia usan la palabra amor como única expresión o como sinónimo de sí mismo cada vez que lo emplean. Sin embargo, el idioma en el que se escribió el Antiguo Testamento, el griego, usa diferentes vocablos para definir el amor, pues cada uno de ellos posee un matiz peculiar. En verdad, expresan distintas cosas o, por decir mejor, se refieren a diferentes tipos de amor.
Como seres humanos sentimos eros cuando nos enamoramos. El término philia, en cambio, es el sentimiento que experimentamos por padres, hijos y amigos. Se trata de un amor afectivo, fraternal. Sin embargo, a partir del Nuevo Testamento, la venida de Cristo y su sacrificio introduce un cambio trascendente en las dimensiones del amor. Sin extendernos demasiado en la semántica, lo que sí es necesario establecer es que cuando nos referimos al amor de Dios, el término griego que le corresponde es ágape. Dios es ágape, porque se trata de un amor sublime, único, divino, que solo viene de Él, que es parte de Su esencia y que va más allá de las emociones o sentimientos naturales de los seres terrenales.
Ágape es el verdadero amor cristiano, inabarcable, en un punto, para nuestro entendimiento porque proviene de Dios, pero al que debemos aspirar como creyentes. Este es el ágape que tuvo como manifestación máxima el sacrificio de Cristo en la cruz, y nuestro intento de entenderlo debe basarse en la comprensión y en la experiencia de Su Obra Salvadora. Es en el ágape divino donde Jesús es uno solo con el Padre y es por ágape que el Padre nos envió a Su Hijo y al Espíritu Santo posteriormente. Pero mejor aún: como hijos de Dios y viviendo por fe en el Hijo, Dios en su infinita misericordia y generosidad nos hace partícipe del ágape. Es decir que el amor de Dios nos integra simultáneamente al Padre, a la vez que al Hijo y al Espíritu Santo en una sola unidad, como las tres manifestaciones de la Trinidad Divina.

¡Aceptemos humildemente como creyentes la inmensidad del misterio al que nos enfrentamos!
Convidados al amor divino -por gracia y no por mérito- nuestra vida debe ser la fiel expresión de Ese amor, su puesta en acto y el signo que nos distinga como cristianos. A este último punto se refería Juan al decir: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn.13:35). Porque ya por mandamiento, ya por don del Espíritu Santo, es este tipo de amor el que pone a Dios, a Cristo y al Espíritu Santo en nuestras vidas y por el cual ha de ser juzgada nuestra fe.

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